El Día de Muertos es una tradición que se celebra en México, para conmemorar a los seres queridos que fallecieron y cuyas almas tienen permitido volver al mundo terrenal, una vez al año. Los días 1 y 2 de noviembre nuestros difuntos bajan al plano que alguna vez compartieron en vida y disfrutan un festín aderezado de anécdotas, flores, frutos y fotografías. Son días de mucho colorido, cuyo objetivo es celebrar la muerte y la vida al mismo tiempo.
Mi familia en realidad nunca ponía altar de muertos en casa, pero a mí siempre me había parecido un festejo único, así que decidí que debía implementarlo yo misma. Al casarme con un extranjero, pensé que sería buena idea empezar a celebrar estos días, colocando por primera vez una ofrenda y de esta forma, también enseñarle a mi esposo una de las tradiciones más especiales que tiene México.
Mi papá murió hace más de dos décadas y ese año decidí comprar lo necesario para colocarle una ofrenda, llena de papel picado de colores, flores, veladoras, su foto en el centro y mucha comida… ¡Ay, qué hermosa me quedó esa mesita! Sí, oficialmente ahí estaba mi primera (y última) ofrenda.
Tenía mucha expectativa de lo que ocurriría con la ofrenda. La creencia de que los muertos vienen a tomar en esencia lo que se les prepara, me tuvo toda la noche sin poder pegar un ojo.
Esa ofrenda que con tanto entusiasme armé estoy segura de que fue visitada. Quiero pensar que por mi papá, pero no lo sé… Y no es que yo haya visto algún espíritu ahi sentado comiendo pan de muerto, pero pasaron cosas muy raras junto a la ofrenda durante la víspera de aquel 2 de noviembre. Lo peor es que justo en esa noche, mi esposo salió de viaje mucho antes del amanecer y yo me quedé sola con mi ofrenda encendida y un cierto temor de vivir alguna experiencia sobrenatural.
Desde mi recámara comencé a escuchar un ruido. Después me di cuenta de que eran las velas que comenzaron a crujir. Primero una y después las demás. También se empezaban a oír ruidos muy tenues en la sala. Un poco incrédula y con un escalofrío recorriendo mi espalda, me asomé y vi las flamas de las velas alargarse más de lo normal y titilaban una y otra vez. Volví a la cama a intentar conciliar el sueño, pero justo cuando iba a tratar de volver a dormir, escuché claramente que el papel picado empezó a hacer un ruido, primero leve y después más fuerte, como si alguien lo estuviera estrujando con la mano. Ya para entonces mi corazón latía a mil por hora, porque pensé que si me asomaba y yo alcanzaba a ver algo, alguna sombra, una luz o a mi papá incluso, sí que me daría algo… ¡un patatús, de seguro!
A partir de entonces, prefiero no poner ninguna ofrenda. Adorno mi casa, voy a la iglesia o al panteón durante esos días. He tenido la oportunidad de conocer diferentes lugares y comunidades; conocer incluso otras costumbres, muy distintas a las de México, como la recolección de papas o calabazas en alguna granja, Pumplkin Patch le llaman.
Estoy convencida que ofrecer un altar de muertos es algo que enaltece a las familias; una expresión de amor hacia nuestros familiares que duermen el sueño eterno. Aunque yo prefiero recordar a mis difuntos y venerarlos teniendo su foto en un lugar especial durante todo el año, pero no velas, no incienso, ni flores de cempasúchil. La ofrenda para mí ya no es opción, aunque si me preguntan, me encanta que los mexicanos tengamos esta tradición. Se mueven energías que están en otro plano, eso es un hecho, y el culto a la muerte es sin duda algo muy de México y definitivamente… ¡una experiencia de otro mundo!


















